El 20 de enero pasado mi padre,
ya fallecido, habría cumplido años. Ese mismo día fuimos con Fabrizio a
disfrutar del Fövárosi Nagycirkusz (www.fnc.hu)
en su propia sede de Állatkerti körút 12. El edificio está bien diseñado, con
calefacción adecuada para este tiempo invernal, y una pista central que asegura
muy buena visibilidad desde todas las butacas. El director del circo se llama
József Richter y, como suele ocurrir en los circos tradicionales, varios miembros de su familia forman parte del
espectáculo. La precisión y el coraje del equilibrista Lásló Simet (por
momentos nos cortó la respiración) sorprende incluso a los más exigentes.
También fue emocionante disfrutar del arte vertiginoso del malabarista Loránd
Eötvös, digno familiar de aquel
legendario payaso que me hizo reír hace cuarenta y cuatro años. Para mi hijo, habituado a los “new circus”
sin animales, fue una inolvidable
sorpresa ver actuar a elefantes, caballos, camellos, y hasta un toro (o
algo muy parecido). Los “new circus” son una buena idea que demuestran que la
disciplina se adapta a los cambios y sigue viva. Pero, por su parte, el “circo clásico” sigue teniendo un encanto
particular por su dimensión humana, por su inocencia, y por obsequiarnos en
cada función una selección de destrezas que no pretenden amalgamarse más allá
del generoso encuentro de los artistas en el luminoso anillo de arena. Desde
luego el “circo clásico” tiene además el encanto de lo que ha logrado perdurar en
el tiempo con su espontaneidad artesanal, más allá de las generaciones y de los
cambios tecnológicos. En esa larga y entrañable historia el Fövárosi
Nagycirkusz tiene escrito un capítulo bien destacado.
Después del desfile final,
volvimos al auto comentando el espectáculo y con la satisfacción del ritual
cumplido. Fabrizio me prometió que él
también llevaría a sus hijos (en Budapest, en Buenos Aires o donde sea) a ver
el circo húngaro. Definitivamente habíamos festejado el cumpleaños de su abuelo
de la mejor manera posible.