En el otoño húngaro,
cuando el sol ya se ha ido y la nieve se hace esperar, me genera un sereno
placer perderme por entre las calles de
Budapest. No se trata sólo de su belleza: sino de la forma en que la ciudad me
recibe y los recuerdos que me despierta. En Europa mis ciudades favoritas son
Bergen, París, Venecia, Praga y Estocolmo. Pero en todas ellas me siento siempre
extranjero. En Budapest no. Por momentos me olvido de la distancia y creo estar
caminando por Buenos Aires; y esa sensación no tiene precio. Es difícil
explicarlo pero hay algo en común entre ambas ciudades: a veces pienso que son
como dos hermanas gemelas misteriosamente separadas al nacer.
Estas reflexiones
podrían escandalizar a la lógica comercial de una agencia de turismo, pero no me
refiero al Puente de las Cadenas, ni al Castillo de Buda, ni a la Plaza de los
Héroes, sino a ciertos portones descuidados, a los edificios grises, a las
miradas discretas, al aire de las calles anónimas y todos esos detalles
inasibles que el marketing ignora y que construyen el alma de una ciudad.
Camino junto a un
viejo museo y siento que deambulo por las calles inclinadas del Bajo porteño,
en un día feriado; o de noche, cuando los bancos ya cerraron. Paseo por la
elegante Avenida Andrassy rumbo al Oktogon y alucino que estoy por llegar a “La
Biela” o a la panadería del “Hotel Alvear”. Ciertamente la historia podría
respaldar algunas de mis sensaciones: Buenos Aires y Budapest (sobre todo Pest)
florecieron económicamente y tuvieron un gran desarrollo edilicio en la misma
época, a fines del siglo 19. Con sus evocaciones al pasado y su afán de
grandeza, el neoclasicismo y la Belle époque dejaron entonces su marca sobre el
cuerpo y el alma de ambas capitales: las dotaron de un monumentalismo elegante
y le dieron un fundamento arquitectónico a la nostalgia característica de sus
habitantes.
Ambas crecieron junto a
un río legendario con el que no siempre tuvieron una relación sencilla.
Budapest controló las crecidas del Danubio después de haber batallado por siglos
contra ellas. Buenos Aires volvió su mirada al Plata luego de haberle dado la
espalda por décadas, como si hubiese querido olvidar el verdadero origen de su
población.
A la hora del
almuerzo, desde el Mercado Central (un hermano mayor del Mercado del Progreso)
cruzo hasta el Restaurante Pampas para deleitarme con un auténtico bife de
chorizo que no tiene nada que envidiar a las carnes de las mejores parrillas de
Buenos Aires (cuesta un poco más caro, eso sí). A través de las ventanas veo
transcurrir a los protagonistas de cualquier tango: hombres reservados pero bien
dispuestos, dueños de una sobria prestancia y fatalmente convencidos de que todo
podría haber sido mejor.
En medio de las
caminatas vespertinas el “Café Central” o el “New York” me ayudan a simular la
ausencia del “Tortoni” o la “Ideal”; y hasta hay un pequeño café “Carlos” en
evidente homenaje al creador de “Mi Buenos Aires querido”. Cuando anochece, un
tranvía interrumpe la neblina. Me acerco al conductor –un hombre grande, de
bigotes blancos y espesos- y me muerdo los labios para no preguntarle: “Maestro…¿No
me lleva a Liniers?”. Lejos de sorprenderse, el tipo me sonríe con calma y
asiente; como si hubiera comprendido todo.
Budapest y Buenos
Aires son tan parecidas…Una fue casi la Capital de un verdadero gran imperio.
La otra es la verdadera Capital de un imperio que jamás existió.
...muy bien redactado. Da gusto leerlo.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por sus palabras de aliento. Muy amable.
EliminarHola FELIZ AÑO NUEVO Embajador y Muchas gracias por llevar nuestras mentes a tan singular recorrido entre dos amores.
ResponderEliminar