Durante
la mayor parte de la historia de Occidente las pinturas fueron obras únicas,
inmóviles y eternas. La religión, la
monarquía, la geometría euclidiana o la razón pura encontraron su mejor reflejo
en obras perennes, autónomas y perfectas que reflejaban coherentemente sistemas
de valores o formas de pensamiento que no dejaban resquicios. Al individuo al que
no se le pedía opinión sobre el sentido de su vida, sobre la confluencia de las
líneas de perspectiva ni sobre el nombre de su próximo monarca, tampoco se le
daba lugar en el proceso de creación artística. El cuadro era sólo uno y estaba
allí para ser admirado, bajo la luz o la penumbra, independientemente de que
alguien lo observase o no. El artista no se confundía con el artesano ni con el
científico. Sus creaciones eran obras completas en sí mismas y el espectador
era contingente.
Pero
en algún momento necesariamente impreciso de la historia de nuestra
civilización todo lo sólido comenzó a desvanecerse en el aire. Los crímenes de
ayer se transformaron en actos legales y simpáticos. Con la facilidad con que
cambiaban los canales de sus televisores, a la gente se le permitió elegir
príncipes, cónyuges, dioses, profesiones, nombres y sexo; y también alternarlos
a lo largo de sus vidas. Aquel mundo ordenado, de normas claras e indiscutibles,
había terminado para siempre. Un mundo nuevo requería un nuevo arte. Un húngaro
genial sería uno de los encargados de develarlo.
Víctor
Vasarely nació en Pécs en 1906. Durante tres años cursó medicina en la
Universidad Eötvös Loránd pero en
1927 abandonó sus estudios para poder profundizar su formación artística. En
1930 se instaló definitivamente en París.
A
partir de 1954 comenzó a crear sus grandes obras maestras. Para llegar a ellas
Vasarely, luego de derribar las barreras establecidas entre ciencia, plástica y
artesanía, arremetió contra la distancia que separaba al creador del admirador.
A partir de formas geométricas y simples pintó cuadros fáciles de reproducir
para su mayor difusión entre personas no especializadas.
Sus obras ópticas desafían
al público que se pregunta cuál es exactamente la forma que penetra en sus
retinas. Un desplazamiento hacia un lado o un simple parpadeo modifica la
percepción del espectador obligado a elegir entre distintas representaciones espaciales
alternativas. Su mente descubre diferentes soluciones posibles frente a un
mismo estímulo y toma consciencia del universo oscilante en el que vive. La
sensación ya no es un medio para evocar a un santo, una batalla, un quinteto de
mujeres en Avignon o un cuadrado, sino la protagonista absoluta del hecho
artístico. La obra de arte no existe sino en tanto generadora de sensaciones en
un admirador anónimo devenido en participante necesario de la creación
plástica. El espectador no es un tercero exterior que observa sino el socio del
artista y el gran tema de la obra. Una obra única y personal que existirá
solamente durante el lapso en que su mirada se detenga sobre el lienzo. En ese
precioso momento podría descubrir un tesoro que mejorará su vida para siempre.
Tal la esperanza del artista.
Victor
Vasarely murió en Francia en 1997. Dos de sus mejores muestras permanentes se
encuentran en los Museos Vasarely de Pécs y de Budapest Sólo cuando el lector los visite estas líneas
adquirirán pleno sentido. Y la obra de Viktor Vasarely estará terminada.
Museo Vasarely de Pécs http://www.jpm.hu/index.php?m=1&s=2&id=89
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