sábado, 10 de mayo de 2014

Normafa. Encantos y misterios del bosque

Para quien recorra las autopistas de Europa -rodeadas de señales, centros urbanos, antenas de la red digital y huertas profusamente subsidiadas- resultará difícil imaginar que hace sólo mil años las “ciudades europeas” eran –con la excepción de Bruges, Gent, Venecia y algunas pocas más- apenas pequeñas aldeas rodeadas de unos pocos campos sembrados. El resto, puro bosque.  Así como el Islam era un conjunto de oasis en medio del desierto, la Cristiandad crecía por entonces como un mundo de claros en medio del bosque.




El bosque, agreste y salvaje, era la fuente de alimentos de los marginados, y también de muchos campesinos cuando las cosechas no eran abundantes o cuando los señores del lugar no eran lo suficientemente caritativos. La naturaleza seguía allí, generosa y pronta a ser rapiñada, como en los orígenes de la humanidad. El bosque era también tierra de peligros para viajeros y peregrinos, y origen de todas las fantasías. Osos, lobos, caminos precarios sin señalizar y asaltantes acechaban a quienes viajaban de un pueblo a otro. El bosque, ajeno a la presencia protectora de castillos, abadías y catedrales, era el reino de lobisones, aquelarres y seres fantásticos que poblaban la imaginación profana de nuestros ancestros medievales.





En la actualidad es todo un privilegio poder vivir en ciudades como Budapest (particularmente Buda) en cuyas inmediaciones el bosque aún pervive. A menos de un kilómetro de nuestra casa se encuentra el bosque de “Normafa” (“Arbol de Norma”, así llamado desde que un grupo de actores representó junto a uno de sus árboles una versión de la famosa ópera de Bellini).
En primavera y verano Normafa  parece un parque ecológico urbano lleno de familias, ciclistas y aficionados al jogging. Casi un Disney World de Greenpeace. En los meses de otoño, en cambio, adquiere un aire taciturno y acoge a paseantes más reflexivos y lectores mejor abrigados.









Pero es en invierno cuando la nieve y las sombras logran diluir mágicamente las distancias que nos separan de la Edad Media, y Normafa se transforma en un verdadero bosque, lleno de misterios ocultos y peligros imaginados. Hasta allí, provistos de una modesta vianda, solemos aventurarnos con Fabrizio para conversar entre los árboles congelados, revolcarnos en el hielo y jugar a perder el camino de regreso cuando ya anochece.  Entonces, rodeados de los inquietantes sonidos del silencio, nos dejamos guiar por alguna luz lejana y el aroma de una ansiada taza de chocolate caliente que nos espera junto al hogar. 


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